«Ayer, mi nieto probó por primera vez las agujas de alerce, y me transportó directamente a mi infancia…» 🌿 Solíamos picar todo lo que nos ofrecía la naturaleza: flores, raíces, bayas, incluso cebollas silvestres junto al río. No era por hambre. Se trataba de curiosidad, libertad y alegría. 🌱 ¿Alguna vez has probado algo sólo para ver cómo es? Consulta el artículo para ver la historia completa: es un viaje nostálgico que merece la pena 👇.
Ayer, mi nieto probó por primera vez las agujas de alerce y le encantaron. Me trajo muchos recuerdos de mi infancia, cuando explorábamos y comíamos todo tipo de plantas y hierbas silvestres por diversión.
Podría contar muchas historias sobre aquella época. La primera que me viene a la cabeza es la de una planta a la que llamábamos «sandía», aunque en realidad era una especie de hierba mora.
Crecía al borde de la carretera y no nos importaba lo polvorienta o sucia que estuviera. La cogíamos con las manos desnudas, le quitábamos la tierra y nos la comíamos sin pensarlo dos veces.
No teníamos hambre, no necesitábamos comida. Era nuestra forma de conocer el mundo que nos rodeaba. ¿Has probado alguna vez a probar un carámbano o a lamer un trineo de metal frío sólo para ver qué se siente? Queríamos probarlo todo.
Cuando florecían las lilas y las acacias, comíamos sus flores. Buscábamos sobre todo flores de lila con cinco pétalos, porque las considerábamos especiales y de la suerte.
También mordisqueábamos brotes jóvenes de arce y flores de trébol de olor.
Junto al río, en las llanuras aluviales crecían cebollas silvestres. Eran más sabrosas y dulces que las del mercado. Si las encontrábamos, comíamos hasta hartarnos y llevábamos algunas a casa para que nuestra madre las usara en tartas.
Otra de nuestras favoritas era la acedera, ácida y refrescante, que comíamos a menudo.
Me encantaban las moras. Sólo comíamos las negras completamente maduras. Tenían un sabor extraño pero memorable.
También recuerdo las cerezas silvestres del campamento de pioneros al que iba todos los veranos. Eran mucho más dulces que las cerezas compradas en las tiendas, y siempre cogíamos un puñado a escondidas cuando nadie miraba.
El maíz era otro manjar divertido: lo comíamos crudo y usábamos las cáscaras para hacer muñequitos.
Las grosellas formaban parte tanto de nuestras meriendas como de nuestras manualidades. Las comíamos y también las ensartábamos en collares y pulseras. Estoy segura de que si las hubiéramos guardado todas, se extenderían a lo largo de más de un kilómetro.
Una vez, incluso probé la raíz de un junco. Aún recuerdo ese sabor. Para conseguirlo, remábamos con la barca hasta los juncos y tirábamos con cuidado de uno de ellos por la raíz.
Los juncos crecen en aguas turbias, así que teníamos que limpiar bien la raíz antes de abrirla. Dentro había unas hebras blancas que sabían un poco a sémola, suaves y delicadas.
¿Has probado alguna vez la raíz de caña?
Por supuesto, también nos encantaban las fresas silvestres y las cerezas de pájaro. Se nos oscurecía la boca por el jugo, pero no nos importaba. Nos hacía reír y sonreír.
Éstas son sólo algunas de las muchas cosas que encontrábamos y probábamos jugando al aire libre. La naturaleza era nuestro patio de recreo y nuestra despensa.