Cuando la pequeña Sophie tenía tres años, comenzó a desarrollar un extraño hábito. Todas las tardes, se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo de su habitación y hablaba en voz baja a la pared. Al principio, su madre pensó que era algo adorable, ya que, al fin y al cabo, los niños tienen amigos imaginarios. Pero Sophie no estaba fingiendo. Hacía pausas, inclinaba la cabeza y asentía, como si realmente alguien le estuviera respondiendo.
«¿Cómo se llama tu amigo?», le preguntó su madre una vez, intentando seguirle el juego. Sophie sonrió y susurró: «No tiene nombre. Solo dice que vive aquí».
La respuesta le produjo un escalofrío. La casa era vieja, con vigas que crujían y un sótano al que a nadie le gustaba entrar. Pero lo descartó como una fantasía infantil. Hasta la noche en que la madre de Sophie la oyó.
Se detuvo frente a la puerta, intrigada, cuando oyó a su hija reírse y luego otra voz. Débil. Baja. No era la de ella. Abrió la puerta de golpe, pero la habitación estaba vacía, excepto por Sophie, que la miró inocentemente y dijo: «Lo has asustado».
A partir de esa noche, comenzaron a suceder cosas extrañas. Los juguetes aparecían alineados cuidadosamente contra la pared, aunque Sophie insistía en que ella no los había tocado. En sus libros para colorear aparecían dibujos, no de princesas o castillos, sino de formas oscuras y ojos. Y siempre, cuando se le preguntaba, Sophie se encogía de hombros: «Él me ayudó a dibujarlos».
El punto de inflexión llegó una noche, cuando la madre de Sophie la acostó en la cama. Le dio un beso en la frente, apagó la luz y comenzó a cerrar la puerta. Fue entonces cuando lo oyó, claro como el agua.
Una voz. Desde dentro de la pared.
«Buenas noches, Sophie».
La madre se quedó paralizada, con todos los pelos de su cuerpo erizados. Sophie, medio dormida, sonrió y susurró: «Buenas noches».
Una semana después se mudaron de la casa.
Pero a veces, a altas horas de la noche, Sophie todavía apoya la oreja contra la pared de su nueva habitación. Esperando. Escuchando. Y una vez, solo una vez, jura que oyó un susurro muy débil que le respondía.
