Jessica acababa de mudarse a su primer apartamento. No tenía mucho dinero, así que buscó muebles de segunda mano en sitios web de compraventa online. Así fue como lo encontró: un sofá grande y lujoso, un poco gastado pero aún bonito, que se vendía por muy poco dinero. El vendedor insistía en que solo «necesitaba deshacerse de él».
Encantada con su ganga, Jessica lo llevó a su salón. Olía ligeramente a polvo, pero pensó que con una buena limpieza se solucionaría. Esa noche se acurrucó en él con una manta, orgullosa de su acogedor hogar.
Pero a la mañana siguiente, notó algo extraño. Los cojines estaban ligeramente torcidos, como si alguien se hubiera sentado allí mientras ella dormía. No le dio importancia. Quizás se había movido mientras dormía.
Unos días más tarde, empezó a oír ruidos. Suaves arañazos, ligeros crujidos, siempre procedentes del sofá. Jessica supuso que era un ratón que se había metido dentro. Decidida a solucionarlo, abrió la cremallera de los cojines y miró dentro con una linterna. No había nada.
Los ruidos se hacían más fuertes por la noche. A veces juraba que oía respirar.
Finalmente, una noche, decidió desmontar todo el sofá. Quitó los cojines, abrió el forro de debajo… y se quedó paralizada.
Enroscado dentro del hueco del armazón había un niño. Delgado, pálido, con los ojos muy abiertos parpadeando bajo el haz de luz de su linterna. Al principio no habló. Solo se quedó mirándola, aterrorizado.
Cuando llamó a la policía, se supo la verdad. El niño había huido de un hogar colectivo a kilómetros de distancia y se había escondido dentro del sofá cuando el propietario original lo vendió. Se había quedado allí, en silencio, sobreviviendo a base de sobras, moviéndose solo cuando el apartamento estaba en silencio.
Jessica nunca volvió a sentarse en ese sofá.
Y a veces, cuando recuerda aquellas primeras noches, no puede evitar preguntarse: ¿cuántas veces había estado a pocos centímetros de ella, observándola mientras dormía?
