¿Sabes qué es lo más aterrador? Cuando tus sueños más brillantes se convierten en una pesadilla en un instante.
Eso es lo que me pasó el día antes de mi boda. Me desperté temprano por la mañana para terminar las últimas listas: la distribución de los invitados, los detalles para decorar el salón. Todo estaba listo: el vestido colgado en la percha, el ramo encargado, los familiares ya llegando a la ciudad. Solo quedaba esperar a que llegara el día siguiente.
Cogí el teléfono para escribirle: «Buenos días, mi prometido». Pero… no había ningún mensaje suyo. Ni un emoticono, ni el habitual «buenos días, mi amor». Pensé: «Bueno, seguramente está cansado, se ha quedado dormido». Pero cuando pasó una hora, luego dos, luego tres, me invadió la inquietud.
Empecé a llamarle. El teléfono estaba apagado.
Pánico y sospechas
Al principio intenté mantener la calma. «Bueno, puede ser que se le haya acabado la batería, que se haya olvidado de cargarlo». Pero cuanto más tiempo pasaba, más me corroía por dentro la ansiedad. Por mi cabeza pasaban pensamientos aterradores: ¿y si ha cambiado de opinión? ¿Y si tiene otra?
No encontraba mi lugar. Les dije a mis padres que todo estaba bien, pero yo misma daba vueltas por el apartamento. En mi cabeza daba vueltas: «¿Cómo? ¿Por qué? ¿Por qué precisamente ahora?».
Incluso me encontré de pie frente al espejo con el vestido de novia. Miré mi reflejo e imaginé que mañana él simplemente no vendría. El corazón se me encogía como si me estuvieran estrangulando.
El descubrimiento
Por la noche, finalmente me decidí a salir de casa. Fui al lugar donde solíamos pasear, junto al río. Teníamos nuestro puente «particular». Nos encantaba sentarnos allí, con los pies colgando, y soñar con el futuro.
Y de repente vi su coche.
Estaba aparcado en el arcén. La puerta del conductor estaba entreabierta. Se me heló el corazón: «Dios mío, ¡eso no!». Corrí y miré dentro.
Estaba sentado en el asiento del conductor, con la cabeza entre las manos. Tenía el rostro gris y los ojos rojos. Por primera vez en mi vida, parecía un hombre destrozado.
La verdad, más dolorosa que la traición
«¡¿Dónde estabas?!», casi grité. Mi voz temblaba y sentía un nudo en el pecho.
Él me miró y en sus ojos no había culpa ni ira, solo desesperación. Y entonces me contó la verdad.
Resultó que en los últimos meses había pedido enormes préstamos. Todo para organizar la boda «con la que yo soñaba». Solo que yo nunca había soñado con un palacio, una limusina y fuegos artificiales para toda la ciudad. Todo eso fue idea suya: quería que fuera «como en las películas», para que yo estuviera orgullosa. Pero se acabó el dinero. Los cobradores empezaron a llamar y a amenazar. No sabía cómo decírmelo y por eso desapareció.
«Quería que fueras feliz… y ahora lo he destrozado todo», me dijo.
Una conversación hasta el amanecer
Nos quedamos sentados en el coche hasta la mañana siguiente. Yo lloraba y él guardaba silencio. En mi interior luchaban dos sentimientos: el resentimiento y la compasión. Pero cuanto más le escuchaba, más claro tenía que lo importante no era la boda. Lo importante era estar juntos, aunque el mundo se derrumbara.
No celebramos esa boda. Yo misma llamé al restaurante y lo cancelé todo. Los familiares nos juzgaron, los amigos no lo entendieron. Pero yo le elegí a él, no una foto para Instagram.
Ahora no tenemos deudas. Poco a poco salimos adelante, juntos, codo con codo. No compramos anillos de Tiffany, pero construimos honestidad y confianza. Y saben, cuando pienso en nuestra historia, me doy cuenta de que fue allí, en el puente, entre la oscuridad y las lágrimas, donde descubrí por primera vez lo que es el amor verdadero.