Tengo un amigo. Nos conocemos desde la infancia: los mismos patios, los mismos grupos de amigos, recuerdos comunes. Siempre fue el alma de cualquier fiesta. Risas, bromas, alegría… Parecía que con él nunca te aburrías. Pero detrás de toda esa alegría se escondía lo que con el tiempo se convirtió en su desgracia. El alcohol. Al principio eran inocentes reuniones para tomar cerveza en un banco, luego fiestas que se prolongaban durante una semana y, finalmente, días laborables que no podía superar sin una botella.
Todos pensábamos: «Bueno, ya se le pasará. Es la juventud, son tonterías». Pero no se le pasó. Al contrario, todo empeoró. Perdió un buen trabajo, se peleó con sus familiares, su mujer hizo las maletas y se marchó con su hijo. Cuando se encontró en un vacío total, sin familia, sin dinero, con deudas y una resaca crónica, solo entonces aceptó someterse a rehabilitación.
Y allí, en lo más bajo, le sucedió algo extraño. Después de meses de tratamiento, regresó convertido en otra persona. Lo reconocí, pero al mismo tiempo no lo reconocí. Delante de mí estaba el mismo chico, solo que en sus ojos había algo nuevo. Su mirada se había vuelto seria y sus palabras transmitían tranquilidad. Me contó que, durante las clases, por primera vez se había planteado que la vida no es solo una búsqueda de placeres. Allí tomó por primera vez una Biblia en sus manos. Allí también comenzó a orar.
Cuando nos vimos por primera vez después de su regreso, me dijo: «Sabes, me di cuenta de que sin la fe no habría salido adelante. Dios se convirtió en mi apoyo. Y ahora cada día me levanto no por una botella, sino para vivirlo con honestidad». Me pareció una victoria. Me alegré por él como si fuera mi hermano.
Pero unos meses después tuvimos una conversación que me dejó perplejo. Estábamos sentados en un banco cerca de casa, en una tarde fresca. Él sostenía una cruz en una cadena, la manipulaba con los dedos y de repente dijo: «Sabes, no quiero librarme definitivamente de mi adicción».
Pensé que había oído mal. «¿Estás loco? ¡Tú mismo dijiste que el alcohol había destruido tu vida! ¡Casi mueres, perdiste a tu familia!». Pero él negó con la cabeza y respondió tranquilamente: «Entiende que es precisamente esta adicción la que me ha convertido en quien soy ahora. Solo cuando toqué fondo comprendí el valor de la vida. Solo entonces me volví hacia Dios. Si no hubiera sido por ese infierno, seguiría siendo una persona vacía y sin sentido. El alcohol me destruyó, pero también me dio la oportunidad de renacer. Es parte de mí. No quiero borrarlo de mi destino».
Sus palabras me impactaron. ¿Cómo se puede agradecer algo que casi te mata? Pero él hablaba con sinceridad, sin dramatismo. Para él, la botella se convirtió no solo en un enemigo, sino también en una lección a través de la cual llegó a la fe. No justificaba la borrachera, no tenía intención de volver al pasado. Percibía la adicción como una cicatriz. Una cicatriz que duele y te recuerda que caer es peligroso.
Discutimos durante mucho tiempo. Intenté demostrarle que la adicción no se puede guardar en el corazón como «parte de uno mismo». Que si te aferras a ella, tarde o temprano acabarás cayendo. Y él respondía: «No me aferro a ella. Me aferro a que me ha cambiado. Si lo olvido, significará olvidar quién era y lo que he vivido. Y no quiero olvidar. Quiero recordar para no volver nunca más allí».
Y en sus palabras había algo de verdad. Quizás solo caer hasta el fondo le da a una persona la fuerza para levantarse. O tal vez sea solo una bonita leyenda a la que se aferra para no sentir miedo ante una nueva debilidad. No lo sé. Pero, al mirarlo, comprendí una cosa: cada persona tiene sus propios demonios. Y a veces son precisamente ellos los que nos empujan hacia la luz. La cuestión es si convertimos a esos demonios en una prisión… o los utilizamos para hacernos más fuertes.