Por casualidad leí el diario de mi hija… Y lo que había escrito allí cambió mi vida

Cuando nació mi hija, pensaba que siempre sería la persona más cercana para ella. Paseábamos cogidas de la mano, leíamos cuentos juntas, me sabía de memoria sus juguetes favoritos y sus costumbres. Pero cuanto más crecía, más a menudo me sorprendía pensando que se me estaba escapando. La adolescencia irrumpió en nuestra casa de forma inesperada, con portazos, suspiros pesados y llenos de resentimiento y respuestas eternamente breves como «normal» a cualquiera de mis preguntas. Parecía que ayer mismo compartía conmigo cada detalle, y ahora se había levantado un muro de silencio entre nosotras.

Me consolaba pensando que eso le pasaba a todo el mundo. Cuando creciera, se le pasaría. Pero en el fondo sentía que algo estaba pasando. Se había vuelto más callada, se pasaba más tiempo en su habitación, mirando el móvil, y a veces veía en sus ojos una melancolía que me encogía el corazón. Intentaba hablar con ella, pero me rechazaba.

Y entonces, un día, estaba limpiando su habitación. Nunca había husmeado entre sus cosas, pero ese día, mientras limpiaba la mesa, vi un pequeño cuaderno con cerradura. Estaba entreabierto. Dudé, pero mi mano se extendió por sí sola. Me parecía que estaba cometiendo una traición, pero la sensación de inquietud resultó ser más fuerte.

Lo primero que leí fue:
«Mamá cree que todo me va bien. Pero no sabe que ya no puedo más. A veces solo quiero desaparecer».

Me quedé paralizada. El suelo se desvaneció bajo mis pies. Seguí hojeando: había anotaciones sobre cómo odiaba el colegio, cómo se burlaban de ella por su aspecto, cómo había chicas en la clase que no paraban de cuchichear a sus espaldas. Escribía que se sentía fea, que «nadie la quería». Y de nuevo esa frase: «Estoy cansada de vivir».

Me quedé sentada con el cuaderno en las manos, sin poder respirar. Mi corazón parecía haberse detenido. Yo, su madre, no me había dado cuenta de que mi hija se estaba ahogando en la desesperación. Estaba a su lado todos los días y, aun así, no me había dado cuenta de nada.

Esa noche me quedé mucho tiempo delante de su habitación. Quería entrar y abrazarla, decirle que lo veía todo y lo entendía, pero… no me atreví. Temía que se encerrara aún más en sí misma si se enteraba de que había husmeado en sus secretos.

Al día siguiente fui a recogerla al colegio. Caminaba con la cabeza gacha y los auriculares puestos. Y entonces me fijé en que junto a la puerta había una niña de su clase, la misma que yo sospechaba. Asintió con la cabeza a alguien y le susurró algo a su amiga. Mi hija se tensó al instante y aceleró el paso. En sus ojos se reflejaba el pánico.

Por la noche, me decidí. Nos sentamos a tomar el té y le dije:
— Sé que lo estás pasando mal.
Ella se estremeció:
— ¿De qué hablas?
— Yo… encontré tu diario por casualidad.
Pensé que gritaría, huiría, me odiaría. Pero solo se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar.

Nos quedamos sentadas en la cocina hasta bien entrada la noche. Ella me contó cosas que nunca antes me había contado. Que cada día en el colegio era una tortura. Que las niñas se reían de su ropa, de que no tuviéramos dinero para «cosas de moda». Que los chicos la llamaban «ratón gris». Que intentaba fingir que no le importaba, pero en realidad se moría de vergüenza cada vez.

La escuchaba y cada frase suya era como una puñalada en mi corazón. Me preguntaba: ¿cómo no me di cuenta? ¿Por qué no lo escuché antes?

Al día siguiente fui al colegio. Pensé que sería difícil, pero resultó ser aún peor. La profesora se limitó a encogerse de hombros: «Bueno, los niños pueden ser crueles». Las madres de esas niñas me miraban con fría cortesía: «Está exagerando». Sentí que las dos estábamos solas contra el mundo entero.

Pero entonces decidí: si el mundo no quiere ayudar a mi hija, lo haré yo misma. Fuimos al psicólogo, empezamos a hacer deporte juntas, introduje la tradición de las «conversaciones nocturnas», sin teléfonos, solo nosotras y la sinceridad. Al principio le costó abrirse, pero poco a poco empezó a confiar en mí.

Pasaron varios meses. Volví a abrir su diario, pero esta vez con su permiso. Y allí había otras líneas: «Hoy mamá me ha dicho que soy la niña más guapa del mundo. ¿Quizás tenga razón? Hoy, por primera vez en mucho tiempo, me he reído de verdad. ¿Quizás todavía me queda todo por delante?».

Cuando lo leí, lloré. Pero esta vez, de felicidad.

Cuento esta historia porque sé que los padres a menudo piensan que conocen a sus hijos. Pero la verdad es que un adolescente puede estar viviendo un infierno y ocultarlo tras la puerta cerrada de su habitación. Y lo peor es que no nos damos cuenta. Estamos ocupados con el trabajo, las tareas, el teléfono. Y a nuestro lado hay un niño que pide ayuda en silencio.

Ahora sé que no hay nada más importante que escuchar. Escuchar de verdad. No un superficial «¿qué tal?», sino una conversación de corazón a corazón. A veces, una sola palabra nuestra es lo que puede salvar una vida.

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