Cuando escuché esa frase de mi vecina, sentí un escalofrío. «Solo tiene nueve años y ya roba». Se refería a un niño de nuestro barrio. Pequeño, delgado, con el pelo revuelto y una mochila que parecía haber heredado de sus hermanos mayores o de alguno de los vecinos. Había algo extraño en sus ojos, una mezcla de desafío y melancolía. A veces se llevaba una manzana de la tienda, otras sacaba un juguete del bolsillo de alguien. Los adultos sacuden la cabeza: «Está perdido. Solo va a ir a peor». Pero nadie se pregunta: ¿por qué lo hace?
El niño se llama Sasha. Su madre tiene dos trabajos: por el día trabaja en una tienda y por la noche limpia oficinas. Su padre desapareció hace mucho tiempo y ni siquiera paga la pensión alimenticia. Parece que tiene una abuela, pero ella apenas puede valerse por sí misma: tiene problemas de presión, del corazón, toma medicamentos. Por las noches, el niño se queda solo. Nadie le ayuda con los deberes y va al colegio sin estar preparado. Los profesores se han rendido: «Es un niño difícil, no tiene sentido». Sus compañeros se ríen de su ropa vieja y los padres de los demás niños les dicen a los suyos: «Aléjate de él, es mala compañía». Y así, al niño de nueve años solo le queda la calle. Y la calle enseña rápidamente: si quieres respeto, tómalo tú mismo.
Cuando roba un caramelo ajeno, no es por codicia. Cuando le quita un juguete a otro, no es solo por deseo. Es un intento desesperado de demostrarse a sí mismo y a los demás que vale algo. Es su grito de ayuda. Es como si dijera: «¡Miradme! ¡Estoy aquí! ¡Yo también necesito a alguien a mi lado!». Pero en lugar de una respuesta, solo hay gritos, castigos y amenazas. Nadie le abraza, nadie le dice: «Eres bueno, solo que lo tienes difícil». Nadie le entiende y él no sabe explicar lo que siente.
En esos momentos pienso: qué fácil es para los adultos ponerle una etiqueta. «Ladrón, gamberro, un caso perdido». Pero ¿acaso él eligió nacer en una familia donde por las tardes el piso está vacío? ¿Es culpa suya que su madre no tenga fuerzas ni para hablar con él y su abuela no tenga salud? ¿Acaso él quería vivir sin apoyo, sin ejemplo, sin amor?
Hace poco fui testigo de una escena que se me quedó grabada en la memoria. Sasha estaba sentado en un banco en el patio. Junto a él estaba nuestra portera, la tía Galia. Le ofrecía un pastel caliente y le contaba algo, gesticulando con las manos. Él la escuchaba con tanta atención, como si cada palabra fuera muy importante para él. Y, por primera vez en mucho tiempo, lo vi sonreír. Su sonrisa era tímida, casi infantil, pero auténtica.
Entonces pensé: ¿quizás aún se pueda cambiar todo? ¿Quizás al niño le basta con un poco de atención, cariño y unas palabras amables para que deje de robar y empiece a creer que alguien lo necesita? Porque en ese momento, junto a la mujer que simplemente le había invitado a un pastelito, él no era un «gamberro» ni un «ladrón», sino un niño normal que deseaba cariño y amor.