Desde pequeña, Anna adoraba los caballos. Su padre trabajaba como mozo de cuadra en un pequeño club hípico, y la niña pasaba horas en el establo. Cuando cumplió quince años, le regalaron su propia yegua, una belleza blanca llamada Luna. Desde ese día se hicieron inseparables: entrenaban juntas, paseaban por el bosque e incluso se sentaban juntas cuando Anna compartía sus experiencias con Luna.
El caballo la entendía a la perfección. Bastaba con que Anna le acariciara el cuello para que Luna inclinara la cabeza y resoplase suavemente, como si respondiera: «Estoy aquí».
Un día de verano, en un caluroso día de julio, Anna decidió ir a caballo al río. Era su lugar favorito: el frescor del agua, el susurro de los juncos y el espacio para galopar. La joven dejó que Luna trotara a lo largo de la orilla, el viento le agitaba el pelo y el mundo parecía tan sencillo y feliz.
Pero todo cambió en cuestión de segundos.
El caballo tropezó con un tronco y Anna no pudo mantenerse en la silla. Cayó directamente al río, donde la corriente era mucho más fuerte de lo que pensaba. El agua la arrastró, la hizo girar y la joven se ahogó al intentar salir a flote.
Sabía nadar, pero llevaba botas pesadas y la corriente la arrastraba hacia abajo. El pánico paralizó su cuerpo. Anna intentó gritar, pero el agua le entraba en la boca. Todo se nublaba ante sus ojos, sus fuerzas se agotaban.
De repente, se oyó un relincho fuerte sobre el agua.
Luna.
El caballo se abalanzó hacia el río. No se marchó ni huyó, como habrían hecho muchos animales. Bajó al agua y se adentró en la corriente. Sus poderosas patas cortaban la corriente, la crin se mojaba, pero se dirigía directamente hacia Anna.
La joven ya casi había perdido el conocimiento cuando sintió que algo duro tocaba su mano. Palpó la crin mojada. Con sus últimas fuerzas, Anna se aferró a ella. Luna resopló, dio varios tirones y lentamente arrastró a su dueña hacia la orilla.
Fue como un milagro: la corriente era fuerte, las rocas resbaladizas, pero el caballo no se rindió. Tiró de Anna hasta que llegó a aguas poco profundas. La joven, temblando y tosiendo, salió a la arena. Luna se paró a su lado, inclinó la cabeza y le dio un golpecito en el hombro a su dueña con su nariz mojada.
Anna se echó a llorar. Se sentó en la orilla, abrazando el cuello de su salvadora. En ese momento comprendió: no era solo un animal. Era una amiga que había hecho algo que no todo el mundo es capaz de hacer.
Más tarde, los médicos dijeron: unos minutos más en el agua y Anna podría haber muerto.
La historia se difundió por todo el club y luego por toda la ciudad. La gente venía a ver a la yegua blanca que había salvado una vida. Pero para Anna, Luna no era una heroína de las noticias, sino una parte de su corazón.
Desde entonces, cada vez que se subía a la silla de montar, sentía no solo confianza, sino verdadera gratitud.
A veces, el destino nos envía ángeles de la guarda. Solo que, en el caso de Anna, no tenía alas, sino cascos.