Marina nunca se había considerado una esposa suspicaz. Confiaba en su marido, llevaban juntos más de diez años, habían criado a un hijo y hacían planes juntos para las vacaciones. Pero últimamente había algo extraño en su comportamiento.
Se había vuelto irritable, a menudo se quedaba hasta tarde en el trabajo y, una vez, ella lo vio guardar apresuradamente un segundo teléfono en su bolsillo. Se le heló el corazón: un segundo teléfono siempre se asociaba con una sola cosa: correspondencia secreta con otra mujer.
Marina pasó varios días intentando convencerse de que solo era un teléfono de trabajo. Pero sus sospechas crecían. Lo veía mirarlo a escondidas, salir al balcón para escribir algo y ponerse tenso si ella entraba de repente en la habitación.
Una noche, cuando su marido se durmió, Marina no pudo aguantar más. Cogió el teléfono que él había dejado en la chaqueta. Le temblaban las manos: estaba preparada para ver cualquier cosa, confesiones de amor, fotos de otra mujer, pruebas de infidelidad.
Pero lo que vio resultó ser mucho peor.
En el teléfono no había ninguna «amante». Había mensajes con cobradores. Mensajes groseros, amenazas: «Si no devuelve la deuda, tendrá problemas», «Mañana iremos a su casa».
Marina hojeó decenas de mensajes y su corazón se encogía más con cada línea. Su marido había contraído enormes deudas, había pedido préstamos a diferentes bancos y microfinancieras. En algunos casos había dejado garantías, en otros había prometido «devolverlo enseguida», pero las cantidades no hacían más que aumentar.
Y lo peor era que esto llevaba sucediendo más de un año.
Se quedó sentada en la cocina hasta la mañana siguiente, mirando la fría pantalla. Las lágrimas le corrían por la cara. En ese momento, la infidelidad le parecía un mal menor. La amante era una traición a los sentimientos. Pero las deudas… eran una amenaza para su futuro, su hogar, su hijo.
Por la mañana, no pudo aguantar más y le preguntó:
— Sé sincero… ¿para qué necesitas un segundo teléfono?
Él se quedó en silencio. La miró fijamente durante un largo rato, luego se sentó pesadamente en una silla y se cubrió la cara con las manos.
— Pensé que podría arreglármelas —dijo en voz baja—. — Pedí préstamos para saldar los antiguos, con la esperanza de que de alguna manera saldría del apuro. Pero solo empeoró. No quería involucrarte.
Marina sintió que todo se le ponía patas arriba. Imaginaba su vida familiar, su hogar común, el futuro de su hijo… y de repente se dio cuenta de que todo eso pendía de un hilo.
Ese día discutieron por primera vez de verdad. Ella gritaba: «¿Por qué no me lo dijiste?», él se justificaba: «¡Quería protegerte!». Pero la verdad era una sola: su familia estaba al borde del colapso.
Pasaron las semanas. En lugar de tranquilas tardes, su casa se convirtió en un campo de batalla. Los cobradores llamaban al teléfono fijo, escribían mensajes e incluso se presentaban en la puerta de su casa. Marina temía que su hijo se enterara.
Y, sin embargo, a pesar del resentimiento, no pudo dar la espalda. En lugar de pedir el divorcio, le propuso a su marido que fueran juntos a un abogado. Empezaron a negociar la reestructuración de las deudas, a buscar trabajos extra y a ahorrar en todo.
Fue doloroso. Pero fue entonces cuando Marina comprendió que la infidelidad rompe el corazón, pero las deudas pueden destruir la vida.
No justificaba su silencio. Todavía se sentía traicionada. Pero ahora tenían un enemigo común: no era otra mujer, sino las circunstancias contra las que tenían que luchar juntos.
Ha pasado casi un año. Las deudas aún no han desaparecido, pero su marido ha conseguido un segundo trabajo y Marina ha asumido parte de los gastos. Su vida se ha vuelto difícil, pero honesta.
A veces recuerda aquella noche en la que abrió el teléfono. Si entonces hubiera visto a la amante, quizá todo habría sido más fácil: ruptura, lágrimas, nueva vida. Pero el destino dispuso otra cosa.
Descubrió la verdad, más terrible que la infidelidad. Y ahora se pregunta cada día: ¿podrá volver a confiar?