Esa noche, Anya regresaba tarde a casa. Era diciembre, la nieve crujía bajo sus pies y el aire frío le quemaba los pulmones. En la entrada, vio a un perro flaco. Estaba sentado junto a la pared, temblando, con las patas pegadas al vientre. Tenía los ojos tan tristes y cansados que a la mujer se le encogió el corazón.
Al principio, Anya pasó de largo. Pero, al abrir la puerta, oyó un suave gemido. Se detuvo, miró atrás y de repente sintió algo extraño, como si esa mirada no solo pidiera comida, sino también salvación.
Anya vivía sola. Y aunque en casa tenía una cama caliente y té caliente, volver allí sola le resultaba especialmente difícil en aquellos días. Suspiró, volvió y dijo:
—Vamos, amigo. Al menos por una noche.
El perro, como si entendiera cada palabra, se levantó y entró vacilante en el portal.
En casa, ella le preparó una cama con una manta vieja, le sirvió agua y le puso un cuenco con comida. Él comió con avidez y luego se tumbó junto a la puerta, como si estuviera de guardia. Anya durmió tranquila por primera vez en mucho tiempo, sintiendo un extraño calor a su lado.
Pero por la noche la despertó un ladrido. Fuerte, malicioso, desesperado. Saltó de la cama con el corazón palpitando. El perro estaba junto a la puerta, con el pelo erizado, gruñendo y lanzándose contra la puerta, como si hubiera alguien detrás.
Un segundo después, Anya oyó un sonido débil: alguien intentaba abrir la cerradura desde fuera. Se quedó paralizada. Alguien intentaba entrar en su apartamento.
Los ladridos no cesaban. El perro gruñía con tanta fuerza que parecía dispuesto a derribar la puerta. Se oyeron pasos detrás de ella, luego un tintineo metálico, y todo quedó en silencio.
Anya temblaba de miedo, apretando el teléfono contra su pecho, pero no se atrevía ni siquiera a acercarse a la mirilla. Solo después de varios minutos llamó a la policía.
Cuando llegó la patrulla, le dijeron que en las últimas semanas se habían producido varios robos con allanamiento en su barrio. Los ladrones elegían apartamentos donde vivían mujeres solas.
«Ha tenido suerte de tener un perro», dijo uno de los policías, mirando al «guardián» que gruñía. «Lo más probable es que no vuelvan a meterse aquí».
Anya se arrodilló y abrazó a su salvador. Por primera vez en toda la noche, él se relajó y le acarició el hombro con el hocico con confianza.
A la mañana siguiente, Anya comprendió que no había sido una casualidad. Aquella noche no solo había compadecido a un perro callejero, sino que él había resultado ser su ángel de la guarda.
Desde entonces, el perro se quedó a vivir con ella. Lo llamó Chance. Porque gracias a él, ella tuvo una segunda oportunidad: vivir sin miedo, creer en el bien y recordar que, a veces, la ayuda llega de donde menos te lo esperas.