Siempre pensé que lo peor para una madre era que su hijo enfermara. Pero resulta que hay algo aún más terrible: perderlo y no saber dónde está.
Marina recordaba aquel día como si hubiera sido ayer, aunque habían pasado décadas. Era principios de los noventa y ella viajaba con su pequeño hijo Sasha a visitar a su abuela a otra ciudad. La estación estaba llena de ruido, la multitud zumbaba, la gente se apresuraba con sus maletas. Sasha, como de costumbre, daba vueltas, sostenía su cochecito en las manos y tarareaba algo. Marina se distrajo por un segundo, y ese segundo se convirtió en la pesadilla de toda su vida.
No estaba.
Corrió por el andén, gritando, entre la gente. Alguien dijo: «Probablemente se ha quedado atrás». Otros la tranquilizaban: «Lo encontraremos enseguida». Pero los minutos pasaban y el niño no aparecía por ninguna parte. Llegó la policía y se hizo un informe. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. La búsqueda no dio ningún resultado.
Marina enloqueció de dolor. Durante años escribió cartas a los periódicos, a la policía, visitó orfanatos. A veces parecía que estaba a punto de encontrar una pista, pero todo se interrumpía. No se volvió a casar, aunque tuvo propuestas. Vivía con un solo pensamiento: «Encontrar a mi hijo».
Pasaron los años. En la década de 2000, Marina escribió por primera vez a «Espérame». Le devolvieron la llamada y le pidieron fotos. Se sentó frente a la pantalla y esperó: de repente, su Sasha, ya adulto, aparecería. Pero el milagro no se produjo. Ella siguió buscando.
Y entonces, un día, veinte años después de aquel día en la estación, la llamaron desde una organización de voluntarios. Le dijeron: «Hemos encontrado a una persona que se parece mucho a su hijo».
Marina tenía miedo incluso de creerlo. Su corazón latía con fuerza mientras se dirigía a la cita. En sus manos llevaba una vieja foto de Sasha, en la que solo tenía cinco años.
Se reunieron en un pequeño centro. Sentado a la mesa había un hombre de veinticinco años. Alto, con el pelo corto y unos ojos que le resultaban familiares. Cuando levantó la cabeza, Marina se quedó sin aliento: eran los ojos de su niño.
—¿Sasha? —susurró ella.
Él permaneció en silencio durante un largo rato. Luego dijo:
—Me llamo Ilya. Crecí en un orfanato. No tengo padres. Pero… siempre soñaba con estaciones de tren. Y con una mujer que me llamaba por mi nombre.
Se abrazaron. Las lágrimas les ahogaban a ambos.
Más tarde se supo que aquel día, en la estación, Sasha fue llevado por una mujer que mendigaba con niños. Cuando la detuvieron, el niño ya había sido «registrado» como un niño abandonado. El apellido, el nombre… todo estaba mezclado. Terminó en un orfanato con otro nombre. Y solo una revisión casual de los archivos, décadas más tarde, ayudó a restablecer la verdad.
Marina no podía creer que lo estuviera cogiendo de la mano. Llevaba tantos años imaginando ese momento, y ahora se había hecho realidad. Sasha, Ilya, no la llamó «mamá» de inmediato. Pero con el tiempo, la barrera desapareció.
Ahora están juntos. Él trabaja, tiene su propia familia. Pero en la pared de su casa cuelga una foto de un niño pequeño con una máquina de coser, un recordatorio de que a veces los milagros ocurren, aunque sea después de muchos años.
¿Y saben qué es lo más sorprendente? Cuando Marina contó su historia en el estudio «Zhdi menya» (Espérame), dijo:
«Nunca dejen de buscar. Aunque hayan pasado veinte años. Aunque todos les digan que no hay posibilidades. A veces, un segundo cambia la vida. Pero un encuentro puede devolvérsela».