Cuando Hannah se mudó a su nuevo apartamento, se sintió aliviada al descubrir que la lavadora funcionaba. Era vieja y ruidosa, pero le ahorraba interminables viajes a la lavandería.
Sin embargo, la primera vez que la utilizó, ocurrió algo extraño.
Vació la carga de vaqueros y camisetas, y en el fondo había un guante de seda.
No era un par, solo uno. De color crema, delicado, como algo de los años veinte.
Se rió, pensando que lo había dejado el último inquilino. Lo tiró a un lado.
Pero a la semana siguiente volvió a ocurrir.
Esta vez, entre su colada había una gorra de marinero para niños, deshilachada por los bordes. Nunca la había visto antes.
Y siguió ocurriendo.
Cada carga volvía con algo que no era suyo. Un cuello de encaje. La cadena de un reloj de bolsillo de hombre. Una bufanda que olía ligeramente a humo.
Su armario se fue llenando poco a poco de estas extrañas reliquias. Intentó preguntarle al casero, pero él se encogió de hombros. «Esa vieja máquina lleva aquí más tiempo que yo».
Una noche, la curiosidad pudo más que ella. Se quedó en el lavadero, sentada en una silla, observando cómo la lavadora agitaba su ropa. El traqueteo se hizo más fuerte y el tambor comenzó a vibrar.
Cuando por fin se detuvo, abrió la puerta.
Dentro, junto con su ropa, había un vestido.
No estaba doblado ni arrugado, sino perfectamente colocado, como si alguien lo hubiera puesto allí con cuidado.
Era de satén azul oscuro, brillando bajo la luz intensa. Cuando Hannah lo levantó, un trozo de papel doblado salió volando del bolsillo.
Se le cortó la respiración al leer las palabras escritas en letra cursiva:
«Seguimos esperando el resto de sus cosas».
La lavadora zumbaba suavemente detrás de ella, como si tuviera algo más que decir.
