Anna nunca pensó que tendría un gato. Desde pequeña, le gustaban más los perros, que son fieles, leales y fáciles de entender. Pero todo cambió aquella fría tarde de otoño. Al volver a casa, oyó un maullido lastimero que provenía de detrás de los garajes. Al acercarse, vio a un diminuto gatito pelirrojo: sucio, temblando de frío, pero con ojos brillantes y llenos de vida.
Anna no lo pensó dos veces. Lo cogió, lo envolvió en una bufanda y se lo llevó a casa. Así fue como apareció Rychik, un gato cariñoso, inteligente y, como pronto se descubrió, muy inusual.
Las primeras semanas se comportó como una mascota normal: dormía mucho, ronroneaba y corría detrás de una pelota. Pero pronto Anna notó algo extraño. Cada mañana, al despertarse, encontraba pequeños objetos junto a la cama. Un botón, un trozo de llave, una moneda. Rijik se sentaba a su lado y la miraba con orgullo, como si se jactara de su botín.
Al principio, Anna se reía: «¡Qué ladroncito! ¿De dónde sacas todo eso?». Pensaba que el gato merodeaba por el portal, encontraba basura o cosas abandonadas. Pero con el tiempo, los hallazgos se volvieron cada vez más extraños.
Una vez, Rychik trajo un trozo de una vieja fotografía. En el fragmento de papel descolorido se adivinaban los ojos de una mujer. A Anna se le encogió el corazón: los rasgos faciales le resultaban vagamente familiares. Pero decidió que era una coincidencia.
A los pocos días, el gato trajo un colgante viejo. Era un pequeño medallón de oro, en cuyo interior evidentemente había habido espacio para una fotografía. En la tapa estaban grabadas con cuidado las iniciales «A. K.». Anna se quedó paralizada. Esas iniciales pertenecían a su madre, Anna Kovalyova, que había desaparecido hacía muchos años, cuando Anna era niña.
La joven se sentó en el suelo, apretando el colgante entre sus manos. Su madre estaba considerada desaparecida. Una noche salió de casa y nunca volvió. Sus familiares la buscaron durante años, presentaron denuncias a la policía, pero todo fue en vano. La abuela crió a Anna, tratando de protegerla del dolor. Pero un día le dijo en voz baja a su nieta: «No la busques, cariño. A veces el destino no da respuestas».
Y ahora Anna tenía en sus manos el colgante de su madre. Su corazón latía tan fuerte que parecía que los vecinos lo oirían. «¿De dónde lo ha sacado? ¿Dónde lo ha encontrado?», pensó.
Anna decidió seguir al gato. A la mañana siguiente, dejó la ventana entreabierta a propósito y esperó. El gato pelirrojo, como de costumbre, salió al exterior y corrió con seguridad por el patio. Anna se vistió rápidamente y salió tras él.
El gato corría con tanta determinación, como si se supiera el camino de memoria. Pasó por el patio, salió a la calle y giró hacia una vieja casa cercana. Anna nunca había entrado allí: la casa estaba abandonada, las ventanas estaban tapiadas y las puertas daban a un sótano lúgubre.
El gato pelirrojo se metió por una estrecha rendija en la puerta del sótano. Anna respiró hondo y lo siguió. El olor a humedad y polvo le golpeó la nariz. En la oscuridad hacía frío y daba miedo. El gato se detuvo en una esquina, donde había una vieja caja de madera cubierta de telarañas.
Anna levantó la tapa con manos temblorosas. Dentro había cosas cuidadosamente dobladas: cartas viejas, fotografías descoloridas, joyas de mujer. En una de las fotografías estaba su madre, joven, sonriente, con ese mismo colgante en el cuello.
Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas. Su pecho se contrajo por el dolor y la esperanza. Revisó las cartas hasta que encontró un sobre con su nombre. El papel estaba amarillento, pero la letra era reconocible.
«Mi querida niña, si estás leyendo esto, significa que el destino nos ha jugado una mala pasada. No pude llevarte conmigo, pero siempre te he querido y te he guardado en mi corazón. Perdóname por mi silencio. Algún día comprenderás por qué desaparecí…».
Las lágrimas le nublaban la vista. Miles de preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Dónde había desaparecido su madre? ¿Por qué la había abandonado? ¿Quién había dejado allí esas cartas y por qué las había encontrado el gato?
Pero un pensamiento heló a Anna: si las cartas habían estado allí todo ese tiempo, significaba que alguien sabía de ese escondite. Y tal vez esa persona estaba muy cerca.
Levantó la cabeza. En lo profundo del sótano se oyeron pasos. Rizhik siseó y se le erizó el pelo del lomo. Anna apretó la carta entre las manos y abrazó al gato.
Los pasos se acercaban…
Anna se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole en la garganta. Los pasos se acercaban, resonando en el sótano. Abrazó a Rizhik y apretó la carta de su madre entre las manos.
De la oscuridad salió un hombre mayor con una linterna. Su rostro le resultó vagamente familiar. Se detuvo al ver a Anna junto a la caja.
—Así que al final lo has encontrado… —dijo en voz baja.
—¿Quién es usted? —La voz de Anna tembló.
—Soy… un amigo de tu madre —el hombre bajó la mirada. —Prometí guardar su secreto.
Se sentó en la vieja caja, como si estuviera cansado de llevar esa carga. Su relato fue entrecortado, pero cada palabra se clavó en el corazón de Anna. Su madre no había desaparecido por casualidad. Se había visto envuelta en una historia que no podía contar ni siquiera a sus seres más cercanos.
