El chico del vecino traía cada noche unas notas extrañas… Pero cuando la familia descubrió quién las escribía, se quedaron sin palabras

La familia Volkov llevaba mucho tiempo soñando con tener su propia casa. Cuando les ofrecieron comprar un edificio antiguo a las afueras de una pequeña ciudad, no lo pensaron dos veces. La casa era espaciosa: tres habitaciones, un ático y un gran jardín con manzanos. Sin embargo, la vivienda era vieja: los suelos crujían y el techo goteaba en algunos lugares. Pero Marina, la madre de la familia, creía que con unas pequeñas reformas la casa se convertiría en un hogar acogedor.

Las primeras semanas vivieron tranquilos. Su hija Lisa disfrutaba del jardín y corría descalza por la hierba. Por las tardes cenaban en la terraza y escuchaban el canto de los pájaros. Parecía que la vida por fin había entrado en un ritmo tranquilo. Pero pronto empezaron a ocurrir cosas extrañas en la casa.

Cada noche, Marina oía pasos ligeros en el pasillo. Su marido le aseguraba que era su imaginación, el crujir de las tablas del suelo o el viento. Pero su inquietud iba en aumento. Y todo se intensificó cuando apareció un niño extraño cerca de la verja.

Era delgado, pálido, vestía una chaqueta gastada y tenía unos diez años. No decía ni una palabra. Simplemente se acercaba a la verja, miraba las ventanas de la casa y… dejaba una hoja de papel doblada debajo de la puerta.

Al principio parecía inofensivo. Pero cuando Marina desdobló la primera hoja, se le encogió el corazón. Allí estaba escrito con letra infantil:

«Estoy aquí. ¿Tú también me oyes?»

Al día siguiente apareció una nueva nota:

«No subas al ático. Se despierta».

Marina le enseñó la nota a su marido. Él la descartó, diciendo que era una travesura infantil. Pero esa misma noche, Lisa se despertó llorando. Dijo que había oído pasos justo encima de su cama.

«¡Había alguien ahí, mamá!», sollozaba la niña.

A la mañana siguiente, había otra nota en la puerta:

«Le gustan los niños».

Marina ya no podía dormir tranquila. Empezó a darse cuenta de que el niño siempre aparecía a la misma hora, exactamente a medianoche. No hablaba, no sonreía, solo dejaba sus notas y desaparecía.

Un día, el padre decidió subir al ático. Con una linterna, abrió la puerta chirriante. El polvo le golpeó la cara y empezó a toser. En un rincón del ático había una pequeña cuna infantil cubierta de telarañas. Y junto a ella, en la pared, alguien había garabateado con algo afilado la palabra:

«Espero».

El hombre bajó rápidamente las escaleras, pálido como un lienzo. En ese momento, Marina oyó una risa suave detrás de la ventana. Miró hacia fuera y, en la oscuridad, vio al mismo niño. Sus ojos brillaban.

La mujer salió corriendo al patio, pero el niño ya no estaba. Solo había una nueva nota en el porche. Solo dos palabras:

«No fui yo».

Al día siguiente, Marina intentó averiguar algo sobre la familia del niño preguntando a los vecinos. La anciana vecina se santiguó y dijo:

—Los Volkov tuvieron el valor de mudarse allí… ¿Y tú no sabes nada de esa casa? Hace diez años vivía allí una familia. Su hijo murió, dicen, de forma extraña. Desde entonces, nadie se ha quedado mucho tiempo en esa casa.

Marina sacó una de las notas con manos temblorosas. La firma al pie decía «Petia». Le preguntó a la vecina:

—¿Cómo se llamaba ese niño?

—Petia —respondió la anciana.

A Marina le dio un mareo.

Lo peor ocurrió más tarde. Una mañana, Marina vio por casualidad un álbum de dibujo de su hija. En una de las páginas, Lisa había dibujado a un niño junto a la verja y había firmado cuidadosamente debajo del dibujo con el mismo nombre: «Petia».

«¿Cómo sabes cómo se llama?», le preguntó a su hija, sintiendo un escalofrío recorriendo su espalda.

Lisa miró a su madre con los ojos muy abiertos y dijo:

—Me lo dijo él mismo. Por la noche.

Ese mismo mes, la familia se mudó de casa. Pero Marina aún conserva una de las notas. Porque la letra coincidía exactamente con la de su hija.

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