Tom vivía solo en un tranquilo apartamento encima de una pequeña panadería. No era un lugar lujoso, pero era suyo, acogedor, familiar, predecible. Por las noches le gustaba tumbarse en el sofá, mirando su teléfono, arrullado por el suave aroma del pan recién horneado que subía desde abajo.
Por eso se dio cuenta enseguida.
Una noche, mientras estaba tumbado en el sofá, su mirada se posó en el techo. Y allí, bajo la suave luz de la lámpara, lo vio: una huella solitaria de un pie descalzo.
No era una mancha, ni un rastro. Era una huella nítida y polvorienta de un pie humano.
En el techo.
Tom frunció el ceño y acercó una silla. Tocó la huella: era real. El polvo se le pegó a los dedos. Pero arriba no había vecinos. Solo había el techo.
Se dijo a sí mismo que no significaba nada. Quizás era su imaginación, un resto de las reformas que se habían hecho hacía muchos años. Se acostó inquieto.
A la noche siguiente aparecieron tres más.
Pequeñas huellas polvorientas que formaban una línea.
A la noche siguiente ya eran siete.
Se extendían por el techo, como si alguien hubiera estado caminando de un lado a otro, no, como si alguien viviera allí.
Tom ya no podía ignorarlo. Llamó al propietario, quien juró que el ático había estado sellado durante muchos años. «No puede haber nadie allí», insistió el propietario. Pero Tom sabía lo que había visto.
Cada mañana había más.
Intentó borrarlas. Pero las huellas volvían a aparecer, frescas y nítidas, como si alguien hubiera caminado descalzo sobre el polvo hacía solo unas horas.
Y entonces llegó la noche en la que no pudo dormir. Se quedó tumbado, sin poder conciliar el sueño, mirando hacia arriba. A las 2:47 de la madrugada lo oyó.
Un crujido.
Otro más.
Pasos suaves y mesurados justo encima de su cama.
Su corazón se aceleró. «¿Eh?», susurró.
Los pasos se detuvieron.
Durante mucho tiempo, reinó el silencio en la habitación. Entonces, lo que parecía imposible, las huellas en el techo comenzaron a multiplicarse, una tras otra, como si unos pies invisibles estuvieran caminando sobre él en ese mismo momento.
Tom se levantó de la cama temblando. Pasó el resto de la noche casi sin dormir.
Pero a la mañana siguiente vio algo que casi le hizo marcharse para siempre.
Las huellas ya no estaban solo en el techo.
Habían comenzado a descender por las paredes.
Día tras día se arrastraban cada vez más abajo: huellas de pies humanos cubiertos de polvo que se acercaban al suelo. Se acercaban a él.
Desesperado, Tom llamó a su hermana y le rogó que viniera a verlo por sí misma. Ella llegó por la noche, escéptica. Pero cuando entró en la casa y miró hacia arriba, se quedó pálida.
«Tom… son recientes. El polvo ni siquiera se ha asentado todavía».
Esa noche se quedó con él. Juntos se quedaron despiertos, observando. A las 3 de la madrugada, los crujidos volvieron. Los pasos resonaban lentamente, de forma deliberada. Y entonces lo vieron.
Una huella descalza se formó ante sus ojos.
El polvo se movió, se acumuló y dejó una marca en el techo. Luego otra. Y otra más.
Su hermana le agarró de la mano. «Tom, ya no cruzan».
Tenía razón.
Las huellas ya no se movían horizontalmente.
Bajaban directamente hacia su cama.
Y lo último que Tom recordó antes de perder el conocimiento fue la forma de un pie humano completo pegado a la pared… los dedos se doblaban como si intentara atravesarla.