Michael era un hombre práctico. Arreglaba tuberías con fugas, apretaba tornillos sueltos y nunca creía en «historias extrañas». Su casa era vieja, sí, pero sólida. Por eso, cuando cayó la primera moneda, no le dio importancia.
Ocurrió un martes por la noche. Estaba leyendo en su salón cuando oyó un leve tintineo en el suelo de madera. Al levantar la vista, no vio nada más que el techo de yeso, sin cambios. Sin embargo, en el suelo había una moneda.
No se parecía a ninguna moneda que hubiera visto antes. Era pesada, oscura y fría al tacto, y tenía grabado un símbolo extraño: un sol rodeado de letras desconocidas. Supuso que se trataba de alguna antigüedad que se había quedado atrapada en las vigas del techo y que el paso del tiempo había desprendido.
Pero entonces cayó otra moneda. Y otra más. En cuestión de minutos, pequeños golpes metálicos resonaron en la habitación mientras el suelo brillaba con docenas de ellas.
Michael se arrodilló y las recogió, con el pulso acelerado. Los diseños eran diferentes: animales que nunca había visto, ciudades que no conocía, fechas que no tenían sentido. Algunas monedas tenían grabados años centenarios, otras, fechas de décadas en el futuro.
Llamó a su amigo Tom, profesor de historia. Tom llegó con una lupa y una risa escéptica. Pero su sonrisa se desvaneció rápidamente al examinar las monedas. «Estas no están en ningún catálogo que haya estudiado», susurró. «El idioma… ni siquiera está registrado».
Michael debería haber parado entonces. Debería haber sellado la habitación, ignorado el ruido. Pero la curiosidad le carcomía. Quería saber de dónde venían.
Esa noche, incapaz de dormir, se sentó en la oscuridad de la sala de estar. Exactamente a las 3:12 a. m., el techo sobre él comenzó a ondular, como el agua agitada por una piedra. Las monedas comenzaron a gotear, luego a caer, lloviendo sobre el suelo. Y mientras miraba hacia arriba, algo más emergió.
Un rostro.
Débil, fantasmal, pero inconfundible: era el suyo propio. Solo que más viejo. Profundas arrugas talladas en la piel, ojos hundidos con un conocimiento que él aún no tenía.
La aparición abrió la boca, como para hablar, pero no salió ningún sonido. En cambio, una sola moneda se deslizó de sus labios y cayó en la mano temblorosa de Michael.
La dio la vuelta.
Grabado con escalofriante claridad había un perfil: su rostro. No como era ahora, sino exactamente como lo acababa de ver en el techo.
Más viejo. Cansado. Observándolo.
Michael retrocedió tambaleando y dejó caer la moneda. Cuando esta cayó al suelo con un ruido metálico, el rostro de arriba desapareció y el techo volvió a quedar en silencio.
Pero las monedas se quedaron. Y en el montón a sus pies, lo vio claramente: cientos de copias de la misma moneda. Todas ellas con su rostro.
¿Y las fechas estampadas en ellas?
No eran siglos pasados. No eran años futuros.
Solo una palabra.
«El fin».