Marina nunca se consideró una persona curiosa. Su vida transcurría tranquilamente: trabajo en la oficina, raras reuniones con amigos, llamadas nocturnas de su madre. Tras la muerte de su abuela, heredó un apartamento en un edificio antiguo, y ahora pasaba todo su tiempo allí.
El viejo edificio tenía vida propia. Por las noches, las tuberías zumbaban, las tablas del suelo crujían y desde los apartamentos vecinos se oían toses y el sonido de los televisores. Pero había un ruido extraño que no dejaba de inquietar a Marina. Cada vez que caminaba descalza por el baño y pisaba una baldosa cerca de la pared, algo sonaba bajo su pie. Un sonido metálico, sordo y breve.
Al principio no le dio importancia: era una casa vieja, podía pasar cualquier cosa. Pero poco a poco se convirtió en una idea obsesiva. Pisaba esa baldosa una y otra vez a propósito, escuchando el tintineo. Y cuanto más escuchaba, más sentía que había algo más que una simple casualidad detrás de ello.
Una noche, Marina se despertó con sed. Cogió un vaso de agua, cruzó el pasillo y volvió a oír ese sonido. En la silencio, era especialmente claro, como si alguien hubiera golpeado con una cuchara contra el metal justo debajo de su pie. Su corazón se aceleró y un pensamiento le pasó por la cabeza: ¿y si hay algo escondido ahí?
Por la mañana, cogió un cuchillo, un destornillador y, vacilante, comenzó a levantar la baldosa. Esta cedió con una facilidad inesperada, como si alguien hubiera aflojado el pegamento de antemano. Debajo de la baldosa había un pequeño hueco. Marina metió con cuidado los dedos y sacó un paquete envuelto en un paño impregnado de aceite.
Dentro había una medalla vieja, desgastada, pero aún brillante, y una carta doblada en cuatro. El papel estaba amarillento, pero la tinta se había conservado.
Marina desdobló la hoja y comenzó a leer.
«Si estás leyendo esto, significa que no he podido regresar. Pero debes saber que siempre te he amado. Este apartamento no solo guarda sus paredes, sino también mi destino…».
La carta estaba dirigida a una mujer llamada Anna. Marina se quedó paralizada. Anna era el nombre de su abuela.
El autor de la carta era un tal Víctor. Escribía que lo habían llevado al frente y prometía volver. Si el destino resultaba ser más fuerte, esta carta debía recordar a Anna sus sentimientos. Había escondido una medalla debajo de una baldosa «para que su recuerdo permaneciera cerca de ella».
Marina leyó la carta varias veces, sin poder creer lo que veían sus ojos. Su abuela había vivido toda su vida con otro hombre, su abuelo, un hombre severo pero bondadoso. Nunca se había mencionado el nombre de Víctor en la familia. ¡Nunca! La abuela hablaba de su juventud, de los difíciles años de la posguerra, pero era como si ese hombre no hubiera existido.
Marina se sentó en el frío suelo y sintió cómo se derrumbaba el mundo que conocía. Una aguda angustia se apoderó de su pecho, pues la carta revelaba un terrible secreto: su abuela amaba a otro hombre, lo esperaba desde la guerra… pero él nunca regresó.
Cerró los ojos e imaginó a la joven Anna, hermosa, llena de esperanzas, leyendo esa carta y comprendiendo que su amado había muerto. ¿Cómo fue para ella vivir toda su vida junto a otra persona, guardando silencio y un secreto en su corazón?
Pero la carta no terminaba ahí. Las últimas líneas hicieron que Marina se estremeciera:
«De todos modos, volveré. Espérame en casa. Aunque pasen los años».
Esas palabras resonaron como un eco en las paredes del apartamento. Marina sintió un escalofrío recorriendo su piel. Y justo en ese momento oyó un crujido de puerta procedente del fondo del apartamento.
Sabía que estaba sola en casa.
Al principio pensó que era el viento. Pero la ventana estaba cerrada. Luego pensó que eran los vecinos. Pero el sonido provenía claramente del interior de su apartamento. El chirrido se repitió, lento, prolongado, como pasos sobre un suelo viejo.
Marina apretó la carta entre sus manos, la medalla tintineó contra el azulejo. El silencio era agobiante y cada respiración le parecía más ruidosa. En su interior se despertó un miedo primitivo.
No se atrevía a salir del baño. Se quedó inmóvil, escuchando cada sonido. Su corazón latía con fuerza y parecía que iba a salirse del pecho.
¿Quizás Víctor había vuelto de verdad?
¿O era solo su imaginación?
Pero en algún lugar de la profundidad del apartamento se oyó un suave susurro masculino.
