Puedo oír los pensamientos de las personas, pero solo los relacionados conmigo

Yo no pedí esto.

Todo empezó con algo insignificante, como interferencias de radio en lo más profundo de mi conciencia. La gente hablaba, pero no con la boca. Iba caminando por la calle y, de repente, ocurrió: un susurro en mi cabeza.

Parece cansado.

¿Es él?

No le mires a los ojos.

Me daba la vuelta, pero nadie hablaba. Todos parecían normales. Excepto por sus pensamientos.

Al principio pensé que me estaba volviendo loca. Pero pronto quedó claro: solo oía pensamientos sobre mí misma.

En la tienda de comestibles, la cajera sonrió. Sus pensamientos decían: Es guapo, pero raro. ¿Qué le pasa en el pelo?

En el tren, un hombre levantó la vista del periódico. «¿Es ese chico de las noticias? No, no puede ser».

En el gimnasio, alguien pensaba: «Es más fuerte de lo que parece. Me pregunto si lo sabe».

Dondequiera que iba, oía las opiniones de la gente sobre mí en tiempo real: juicios, fantasías, insultos, secretos.

Era como vivir en una sala de espejos, donde cada reflejo hablaba.

Dejé de salir a la calle. Dejé de hablar. Incluso las cosas más sencillas se volvieron insoportables.

Pero la cosa empeoró.

Empecé a entender lo que la gente no decía en voz alta, lo que nunca dirían. Extraños que me sonreían pensando: «No mereces estar aquí». Amigos que bromeaban conmigo pensando: «Es patético».

Una noche, en un bar, escuché los pensamientos de un hombre: «Hoy es la noche». Me sonrió desde el otro lado de la sala. «Por fin lo haré».

¿Hacer qué? Sentí un nudo en el estómago.

Se levantó y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Eché a correr, con el corazón latiéndome con fuerza, sin llegar a saber qué era exactamente.

Ya no era solo paranoia. Era supervivencia.

Pero entonces algo cambió.

Una tarde, una mujer entró en la cafetería. En cuanto la vi, mi mente se quedó en blanco. Se sentó frente a mí. Sonrió.

Me preparé para un torrente de pensamientos. Pero no pasó nada.

«No me oyes, ¿verdad?», dijo en voz baja.

Se me heló la sangre en las venas. «¿Qué?».

«Te estaba buscando», susurró. «No has escuchado a las personas adecuadas».

Me levanté, dispuesto a huir.

Sus ojos se clavaron en los míos. Y entonces su voz llenó mi cabeza, clara, tranquila, meditada:

No debes escucharlos. Debes escucharme a mí.

Me tambaleé hacia atrás. «¿Cómo…?»

Te temen, dijo su mente. Eres peligroso. Por eso solo oyes pensamientos sobre ti mismo. Ellos te han convertido en eso.

«¿Quiénes?», exhalé.

Ella sonrió débilmente. Te lo diré. Pero debes dejar de huir.

Y en ese momento, todas las demás voces de la cafetería se callaron.

Todos se volvieron para mirarme.

Y todos sus pensamientos decían lo mismo:

Está despertando.

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