Se despertó con recuerdos ajenos y encontró la casa de sus sueños

Emma se despertó jadeando, empapada en sudor, con el corazón latiendo como si hubiera corrido una maratón. Pero no era una pesadilla normal. Ni siquiera era un sueño.

Recordaba cosas, recuerdos vívidos y detallados, pero no eran suyos. La cálida risa de un hombre durante el desayuno. El anillo de oro en su dedo. La pequeña casa azul con la pintura descascarillada y el columpio en el porche que chirriaba cuando soplaba el viento.

El problema era sencillo: Emma nunca se había casado. Vivía sola, en un apartamento en la ciudad, rodeada de vecinos con los que apenas hablaba. El hombre que recordaba, el marido de sus recuerdos, no existía. Al menos, no en su mundo.

Durante las primeras horas, intentó ignorarlo. Quizás solo había sido un sueño que se le había quedado grabado. Quizás su cerebro le estaba gastando una broma. Pero los detalles no desaparecían. Recordaba el sonido de los cajones al abrirse, el olor a posos de café viejo, el chirrido de la puerta mosquitera.

Era demasiado real. Demasiado intenso.

Buscó en Google la ciudad que aparecía constantemente en sus recuerdos, un pequeño lugar en el que nunca había estado, a dos horas en coche de donde ella vivía. Casi cerró el portátil cuando apareció el nombre exacto de la calle en la lista.

Elmwood Avenue. Número 14.

Sus manos temblaban sobre el volante mientras conducía hacia allí a la mañana siguiente. Con cada kilómetro que recorría, su estómago se contraía más y más, como si se estuviera acercando a algo que no debía tocar.

Y entonces lo vio.

Una pequeña casa azul. Un columpio en el porche. La pintura descascarillada. Tal y como lo recordaba.

Emma se detuvo, incapaz de respirar. Se susurró a sí misma: «Es real. Es real».

No iba a salir del coche. Bastaba con echar un vistazo. La prueba de que no se había vuelto loca. La prueba de que había sucedido algo imposible.

Pero entonces se abrió la puerta principal.

Un hombre salió de ella. Al verla, se quedó paralizado. Su rostro palideció y luego se distorsionó con una expresión entre el horror y el dolor.

«¿Emma?», susurró, como si pronunciar su nombre le causara dolor.

Ella salió del coche, con las palabras atascadas en la garganta. « ¿Te conozco?

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Su voz tembló.

«Eres mi esposa».

La sangre de Emma se congeló en sus venas.

Quería correr, pero sus piernas no le obedecían. Quería gritar, pero su voz no le obedecía. Y entonces se oyó una voz infantil desde dentro de la casa:

«¿Mamá?».

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