Sus sueños dejaron tras de sí objetos físicos, y uno de ellos casi la mata

Maya estaba acostumbrada a tener sueños vívidos. A menudo se despertaba con recuerdos intensos: colores, olores e incluso sonidos. Pero nada podía prepararla para la mañana en que descubrió jugo de fresa en su almohada.

El sueño era sencillo: estaba en un campo soleado, comiendo fresas frescas, cuya dulzura le tiñía los labios. Cuando abrió los ojos, el sabor aún permanecía en su lengua. Al principio se echó a reír. Hasta que vio las manchas rojas esparcidas por la funda de la almohada. Pegajosas. Reales.

Se dijo a sí misma que seguramente había derramado algo mientras dormía. Pero la noche siguiente demostró que estaba equivocada.

Soñó que nadaba en el océano. La sal le picaba en los ojos, las olas le golpeaban la cabeza. Se despertó jadeando, con el pelo mojado, las sábanas frías y húmedas, como si acabara de salir del agua.

La invadió el pánico. Algo estaba pasando. Algo imposible.

Durante la semana siguiente, sus sueños se volvieron cada vez más extraños, al igual que sus consecuencias. Soñó que paseaba por el jardín y se despertó con las uñas llenas de tierra. Soñó que sostenía un juguete infantil y descubrió un pequeño caballito de madera en su cama. Soñó con un incendio… y se despertó tosiendo, con los pulmones irritados por el humo.

Maya intentaba no dormirse, temiendo lo que pudiera pasar si se quedaba profundamente dormida. Café, bebidas energéticas, largos paseos a medianoche. Pero el cansancio siempre acababa ganando.

Y los sueños se volvían cada vez más sombríos.

Una noche soñó que estaba en el bosque. El aire era frío y algo se movía entre los árboles. Oyó que alguien susurraba su nombre. Al despertar, descubrió que el suelo de su dormitorio estaba cubierto de hojas y ramas rotas.

Otra noche soñó que estaba frente a un desconocido, un hombre alto con un abrigo negro. Él le entregó una carta. Se despertó apretándola entre sus manos. El papel estaba amarillento, la tinta descolorida y la letra era desconocida. Solo había tres palabras:

«No vuelvas a dormirte».

Las manos de Maya temblaban mientras lo leía una y otra vez. Quienquiera que fuera, o lo que fuera, quien se dirigía a ella a través de los sueños, no era una casualidad. Alguien intentaba advertirle.

Pero lo peor ocurrió cuando volvió a tener el sueño en el que se ahogaba. Esta vez, el agua no desapareció cuando abrió los ojos. Se despertó tosiendo con fuerza, con los pulmones llenos de líquido. Las sábanas estaban mojadas, su pecho respiraba con dificultad y su cuerpo temblaba como si la hubieran sacado directamente del océano.

Apenas tuvo tiempo de llegar al suelo antes de que el agua se retirara, dejándola sin aliento por el terror.

Durante horas se quedó sentada, temblando, mirando la alfombra manchada, que había absorbido el agua salada.

Y entonces, poco antes del amanecer, comprendió algo.

Había huellas húmedas por toda la habitación.

Conducían desde su cama… hasta la puerta.

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