Marina siempre pensó que su matrimonio se basaba en la confianza. Ella y su esposo Igor habían vivido juntos más de diez años. Tenían un acogedor apartamento en un barrio antiguo, una casa de campo con un huerto de manzanos y una hija de nueve años, Sonya, por la que vivían. Por las tardes se reunían en la cocina, reían, discutían planes y hacían sueños. Todo parecía correcto, real y sólido.
Un día de otoño, Marina decidió revisar las viejas cajas del ático. Allí se habían acumulado muchas cosas que habían quedado de los padres de Igor. Primero sacó los libros, la cristalería y los periódicos amarillentos. Y luego, en el fondo de una caja, vio un viejo álbum con la cubierta agrietada. «Fotos familiares», decía la etiqueta.
Marina bajó, sopló el polvo y se sentó a la mesa. Las primeras páginas no despertaron sospechas: la boda de sus padres, fotos escolares, vacaciones. Pero hacia el final, entre las fotos descoloridas, vio una foto que le hizo dar vueltas la cabeza.
En la foto estaba Igor. Diez años más joven, con el pelo corto y una camisa clara. Pero lo más importante es que no estaba solo. A su lado había una mujer desconocida, morena, guapa, con una sonrisa abierta. Se cogían de la mano. Y junto a ellos había un cochecito con un niño sentado.
Marina acercó la foto a sus ojos. El niño debía de tener unos dos años. De repente, sintió un escalofrío recorriendo su piel: el niño tenía los mismos ojos que su hija Sonya. Las mismas pupilas grandes y el mismo hoyuelo en la mejilla.
El corazón de Marina comenzó a latir con fuerza. Dejó la foto, pero luego la volvió a coger, como si temiera haberse equivocado. Pero no, en la foto era precisamente su marido.
Por la noche, cuando Igor volvió del trabajo, Marina no pudo aguantar más. Dejó la foto delante de él sobre la mesa.
—¿Qué significa esto? —su voz temblaba.
Igor miró la foto y palideció. Parecía que se le había ido todo el color de la cara. Se sentó, se cubrió la cara con las manos y se quedó en silencio durante un largo rato. Marina esperaba cada segundo, y ese silencio era peor que cualquier palabra.
—Es… mi vida anterior —dijo finalmente—. Antes de ti.
Marina no podía creerlo. Lo miraba como si fuera la primera vez que veía a ese hombre.
—¿Tenías… una familia? —su voz se quebró.
Igor asintió.
—Era joven, impulsivo. Nos casamos pronto. Discutíamos. Ella se marchó. Intenté recuperarla, pero… luego me fui. Y no volví a verlos.
Marina sintió que todo se derrumbaba en su interior. ¿Cuántos años habían vivido juntos? ¡Diez! Cuántas veces le había preguntado por su pasado y él se había limitado a restarle importancia diciendo que «no había nada interesante». Y ahora resultaba que su marido tenía un hijo… un hijo adulto, que debía de tener más de quince años.
Apretó la foto con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en el papel.
«¿Por qué no me lo dijiste?», su voz sonaba más baja que un susurro, pero había más dolor en ella que en un grito.
Igor bajó la cabeza.
«Tenía miedo de perderte. Pensé que si te lo contaba, todo cambiaría».
Marina se fue al dormitorio, dejándolo en la cocina. Toda la noche dio vueltas en la cama, y ante sus ojos aparecía el niño de la foto. Sus ojos. La misma sonrisa. Igor lo había ocultado todo este tiempo. Y si era capaz de ocultar algo así, ¿qué más podía ocultar?
Al día siguiente, Marina volvió a coger el álbum. Observó cada detalle de la foto. La mujer que estaba junto a Igor parecía feliz. Y el niño en la silla de ruedas sostenía un pequeño coche de juguete en las manos. A Marina se le encogió el corazón: ese niño era parte de su marido, parte de su pasado, que ahora era imposible borrar.
En ese momento comprendió que la vida de su familia nunca volvería a ser la misma.