Saqué del agua el cuerpo de un pequeño osezno, pero lo que me sucedió poco después fue realmente impactante

Siempre me ha gustado viajar solo. Hay algo especial en la soledad: se oye cada susurro del bosque, se nota el más mínimo movimiento de las hojas y se siente el aliento de la propia naturaleza. Ese año decidí ir a Noruega. Quería recorrer los fiordos, respirar el aire frío y, por fin, estar a solas conmigo mismo.

Al tercer día de la excursión, llegué al río. El agua corría veloz, helada, y su ruido lo llenaba todo. Me senté en una roca, saqué el termo con café y miré la superficie del agua. De repente, vi algo oscuro en la corriente. Al principio pensé que era un tronco. Pero un segundo después, mi corazón se encogió: era el pequeño cuerpo de un osezno.

Se debatía, sus patitas cortaban el agua sin fuerza, su carita se hundía bajo la superficie. Sin pensarlo, me quité la mochila y salté. El frío me golpeó los pulmones con tanta fuerza que me cortó la respiración. Parecía que el río intentaba arrastrarme hacia abajo. Pero remé con todas mis fuerzas.

Cuando llegué hasta él, ya casi no se movía. Lo agarré por el cuello, lo apreté contra mi pecho y nadé de vuelta. Cada segundo se hacía eterno.

En la orilla, lo tumbé sobre la hierba y empecé a frotarlo. Estaba frío, como helado. Un minuto de silencio. Otro minuto, tampoco nada. Y de repente, suspiró con voz ronca. Luego chilló. Me eché a reír, sin darme cuenta de que las lágrimas me corrían por la cara.

Temblaba y se aferraba con las garras a mi chaqueta, como si entendiera que lo habían salvado. Miré a mi alrededor: no había nadie. Solo el bosque y el ruido del río.

Pero enseguida recordé: donde hay un osezno, está su madre. Encontrarse con una osa es el fin seguro. Lo dejé con cuidado en el suelo y di un paso atrás. Pero el pequeño levantó la cabeza y gimió lastimeramente.

Y entonces oí el crujir de las ramas. Me quedé inmóvil. De entre los árboles salió una enorme osa de color marrón grisáceo. Sus ojos brillaban. Se dirigía directamente hacia nosotros.

Me quedé de pie, preparándome para lo peor. Pero ella no se abalanzó sobre nosotros. Se acercó al pequeño, lo olisqueó y luego levantó la vista hacia mí. Fue una mirada larga y profunda, no animal, sino casi humana. Como si intentara decir algo.

No respiraba. Finalmente, empujó al pequeño con el hocico y se adentraron en el bosque.

Me quedé sentado en la orilla, temblando de frío y adrenalina. Pensé: bueno, se acabó la historia. Pero me equivoqué.

Tres días después, volvía a caminar por el sendero junto al mismo río. De repente, oí pasos detrás de mí. Me giré y me quedé paralizado: a pocos metros estaba la misma osa. Junto a ella, el osezno, ya alegre y lleno de vida.

Me quedé paralizado, preparado para cualquier cosa. Pero ella volvió a mirarme directamente a los ojos. En su mirada no había ira. Había… reconocimiento. Se detuvo solo unos segundos, luego se dio la vuelta y se marchó. Pero el pequeño, antes de desaparecer en el bosque, se detuvo y me miró. Y aún recuerdo esa mirada.

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