Mi perra Laima siempre ha sido sorprendentemente sensata. No es de las que ladran sin motivo. Si ladra, es porque algo realmente está pasando. Pero en las últimas semanas, su comportamiento empezó a desconcertarme.
Cada día, aproximadamente a la misma hora, cuando el sol ya estaba alto, Laima se acercaba a la ventana y comenzaba a ladrar fuerte. Su mirada estaba fija en el mismo punto: un arbusto de lilas junto a la valla. Se sentaba, metía la cola entre las patas, pero no apartaba los ojos.
Al principio no le di importancia: quizás un gato, un pájaro, o incluso un erizo. Pero me inquietaba lo regular que era aquello, casi como si siguiera un horario. Cada día, como un reloj, Laima empezaba su “guardia”.
Una semana después, ya yo misma esperaba el momento, escuchando con atención. Y, por supuesto, como si alguien diera la señal, ella se levantaba de golpe, corría a la ventana y ladraba de nuevo.
— Laima, ¿qué ves ahí? — le pregunté un día, aunque sabía que no me respondería.
La curiosidad pudo más. Un día, al mediodía, decidí comprobarlo. Me puse los guantes de jardín para no arañarme y me acerqué al arbusto. Laima iba a mi lado, sin apartar la vista, como si quisiera decir: “Sí, ahí está”.
Me agaché, separé con cuidado las ramas… y me quedé paralizada.
Debajo del arbusto, sobre la hierba suave, hecho un círculo perfecto, dormía un enorme erizo. ¡Un verdadero gigante, del tamaño de una sandía! Sus púas brillaban al sol y él dormía tranquilo, como si estuviera en su pequeño castillo.
Tardé en creer lo que veía. El corazón me latía rápido, y luego solté una carcajada — tanta inquietud, tantas suposiciones… ¡y era solo esto!
Desde entonces supe que teníamos un nuevo inquilino. Laima dejó de ladrar. Seguía acercándose al arbusto, pero ya no con alarma, sino con curiosidad y, tal vez, respeto. Se sentaba junto a él, vigilando el sueño de su espinoso vecino.
Los vecinos, al enterarse, se reían: “¡Vaya perra guardiana, encontró a quién cuidar!” Los niños venían a ver al “erizo gigante”.
Y yo pensaba cada vez: quizá los animales sienten más de lo que imaginamos. Tal vez ven cosas que nosotros simplemente pasamos por alto.
¿Y quién sabe? Tal vez este nuevo vecino aún nos traiga otra sorpresa. Porque cada vez que paso junto al arbusto, me descubro esperando — por si acaso, bajo las hojas, se ha acurrucado alguien más.
