Un pequeño delfín nadaba detrás de nuestra embarcación… pero cuando saltó, observé algo inesperado

Me llamo Mark. Vivo junto al mar y paso toda mi vida en el agua: trabajo en un pequeño barco pesquero junto con mi amigo Robert. Los dos conocemos cada recoveco de la bahía, cada hábito de las olas. Y parecía que el mar era para nosotros como nuestro hogar, donde ya no podía haber sorpresas.

Pero un día ocurrió algo que cambió para siempre mi relación con el océano.

Aquella mañana era una mañana normal. Salimos al mar temprano, el sol acababa de salir y el aire era fresco. El agua brillaba y parecía que iba a ser un día tranquilo y apacible. Echamos las redes y nos sentamos a charlar de cosas sin importancia.

Y entonces vi un movimiento cerca del barco. Una pequeña silueta se deslizaba en el agua junto a nosotros.

«Mira», le dije a Robert, «un delfín».

Efectivamente, había un pequeño delfín nadando cerca. Era muy joven, no medía más de dos metros. Se mantenía cerca del bote, como si buscara compañía.

Al principio pensamos que era simple curiosidad. Los delfines a veces acompañan a los botes. Pero este era diferente. No se alejaba. Nadaba detrás de nosotros durante horas, como si no quisiera dejarnos.

Noté que a veces salía a la superficie, me miraba directamente a los ojos y había algo humano en ellos, algo suplicante.

«¿Quizás ha perdido a su madre?», sugirió Robert. «O su manada está lejos».

Asentí, pero por dentro tenía una sensación extraña. Como si quisiera decirnos algo.

Nos detuvimos y apagamos el motor. El delfín también se detuvo y comenzó a nadar alrededor del barco. De repente, saltó alto sobre el agua. En ese momento, vi algo que me hizo gritar.

En su costado, justo debajo de la aleta, había una amplia marca de red. Una cicatriz profunda, como si una cuerda se hubiera clavado en su cuerpo y no lo hubiera soltado durante mucho tiempo.

Me quedé paralizado. De repente, todo quedó claro: este pequeño había caído en las redes de los pescadores y había logrado escapar por milagro. Pero ahora estaba solo.

«Está buscando protección», dije en voz baja.

Le ofrecimos pescado. El delfín tomó la comida con cuidado y volvió a mirarnos directamente a los ojos. En ese momento comprendí que confiaba en nosotros.

Los días siguientes volvió a acercarse al barco. Incluso empezamos a esperarlo. Nos acompañaba en el mar, jugaba a nuestro lado, saltaba en el aire. Noté que cuando oía el ruido del motor, se apresuraba a venir hacia nosotros.

Pero la historia dio un giro inesperado.

Una mañana no vino. Lo esperamos, mirando fijamente las olas, pero no apareció. Sentí un extraño vacío. Como si hubiera perdido a un ser querido.

Pasaron varios días. Y de repente, a lo lejos, vi una silueta familiar. Mi corazón se aceleró. No nadaba solo. Junto a él había otros dos delfines. Adultos. Nadaban a su alrededor y él parecía presentarnos a ellos.

En ese momento comprendí: había vuelto con los suyos. Había encontrado una familia.

Robert y yo observamos en silencio cómo la tríada se alejaba hacia el horizonte. Sentí alegría y tristeza al mismo tiempo.

Pero lo más extraño ocurrió después.

Una semana después, volvimos a salir al mar. En un momento dado, aparecieron delfines junto al barco. Eran tres. Entre ellos estaba nuestro pequeño. Se acercó más que los demás, saltó en el aire y nos salpicó de pies a cabeza. Y cuando volvió a salir a la superficie, tenía en la boca una vieja cuerda, un trozo de red. La lanzó directamente a bordo del barco.

Miré ese trozo de cuerda y comprendí que era su forma de decir «gracias».

Han pasado varios años desde entonces. Pero a veces, cuando salgo al mar y veo delfines saltando en la distancia, creo que él está entre ellos. Y cada vez me parece que vuelve a desafiar al mundo y nos recuerda que incluso los seres más pequeños recuerdan el bien.

 

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