Cada mañana en su barrio empezaba igual.
El aire frío, los caminos de asfalto cubiertos de rocío y el olor del pan recién horneado de la panadería de la esquina.
Dima, un adolescente delgado con la mochila escolar desordenada, corría hacia su tienda habitual: un pequeño quiosco con el cartel “Productos”.
Siempre compraba lo mismo: un zumo de naranja en envase blando con pajita.
El de la imagen con el sol y una rodaja de naranja.
La vendedora, tía Sveta, lo recibía con su sonrisa de siempre:
— Buenos días, campeón. ¿Tu zumo otra vez?
— Ajá, — respondía él, dejando las monedas en el mostrador.
A veces le faltaban unos rublos — los perdía o los gastaba en el transporte.
Le daba vergüenza pedir fiado, simplemente dejaba lo que tenía y salía corriendo.
Pero tía Sveta nunca lo detenía.
— Corre, o llegarás tarde, — decía sonriendo.
Así fue durante meses.
El zumo no costaba mucho, pero para Dima era un pequeño ritual matutino, un trozo de estabilidad antes de un largo día de clases.
Hasta que un día notó algo extraño.
Pagó su zumo, y cuando esperaba el recibo, la máquina imprimió una hoja en blanco.
Sin precio, sin suma.
— ¿No imprimió el ticket? — preguntó Dima.
— Debe de ser un fallo, — dijo ella sin importancia.
Al día siguiente, lo mismo.
Sin precio. Sin registro.
El zumo parecía “gratis”.
Esa tarde vio la luz encendida en la tienda y se asomó por la ventana.
Allí estaba su vecino, el abuelo Kostya, con su bastón y su viejo abrigo beige.
Sostenía el mismo zumo y decía en voz baja:
— Mañana volverá. A las 7:45, como siempre. Apúntelo a mi cuenta.
— ¿Otra vez paga por él? — preguntó Sveta.
— ¿Y qué tiene? — suspiró él. — Mi hijo también iba al colegio sin desayuno. Entonces nadie lo ayudó. Al menos ahora puedo hacerlo por otro.
Dima sintió un nudo en la garganta.
Al día siguiente, entró más despacio y dijo suavemente:
— Hoy pago yo.
Esa tarde lo encontró en el banco del patio.
— ¿Era usted quien pagaba por mi zumo? — preguntó Dima.
— Claro, — sonrió el abuelo. — No lo hice por agradecimiento. Solo quería que alguien empezara su día con algo bueno.
— Gracias… — murmuró el chico.
— No hace falta, — dijo el anciano. — Solo sé buena persona cuando crezcas. Eso basta.
Y mientras los pájaros revoloteaban y el sol se ponía, Dima entendió que las verdaderas buenas acciones casi nunca hacen ruido.