Él lo planeó todo hasta el último detalle.
Sin restaurantes, sin público, sin palabras ruidosas — solo el mar, el amanecer y ella.
Leon llegó a la orilla antes de lo habitual.
La arena húmeda enfriaba sus pies, una ligera niebla se extendía sobre el agua.
Tocó su bolsillo — el anillo estaba allí.
Su corazón latía tan fuerte que parecía que hasta las olas podían oírlo.
Anna amaba las mañanas. Siempre decía que el mundo, a esa hora, parecía una hoja en blanco, donde se puede empezar de nuevo.
Por eso él eligió el amanecer.
Caminaban descalzos por la playa.
El mar murmuraba suavemente, casi con respeto.
Anna reía cuando las olas tocaban sus pies, sin notar cómo Leon intentaba hablar varias veces, pero se detenía.
— ¿Por qué estás tan callado? — le preguntó, mirándolo.
— Solo… escucho el mar, — respondió sonriendo.
Se detuvo.
Los dedos le temblaban, la respiración se aceleró.
— Anna… — comenzó.
Ella se volvió, y en ese momento él se arrodilló.
Todo alrededor pareció detenerse.
El viento se calmó, las olas retrocedieron.
Abrió la cajita con el anillo, y las palabras que había ensayado toda la noche desaparecieron.
Pero en el silencio se escuchó un sonido — un suave chapoteo de agua.
Anna se dio vuelta.
Detrás de ellos, justo en la orilla, en el agua transparente, aparecieron dos cisnes blancos.
Se deslizaban sincronizados, como el reflejo uno del otro, y sus alas temblaban bajo la niebla.
El sol rompió las nubes en ese momento.
Una luz cálida los envolvió a ambos.
Anna sonrió — sus ojos brillaban con lágrimas.
Susurró, casi sin creerlo:
— Hasta la naturaleza dijo “sí”…
Leon no pudo contener la risa y también lloró.
No creía en las señales, pero ese momento parecía más que una coincidencia.
Más tarde, el fotógrafo al que había pedido esconderse cerca, le mostró la foto.
En ella — él, arrodillado, el sol entre la niebla, y dos cisnes con los cuellos formando un corazón.
Luego enmarcaron esa foto — no como un símbolo de amor, sino como un recordatorio de que, a veces, todo sucede exactamente como debe ser.
