Después de la tormenta, la orilla parecía un campo de batalla.
El mar había arrojado de todo: tablas, algas, redes de pesca, botellas rotas.
Leo Morris, de diez años, caminaba por la arena mojada arrastrando un palo detrás de sí.
Solía venir aquí después de los huracanes, para ver cómo el mar “respiraba” tras las tormentas.
De repente vio algo oscuro entre los restos.
Se acercó y se detuvo:
en la arena yacía una gran tortuga marina, enredada en los restos de una red de pesca.
Sus ojos estaban abiertos, pero apagados, como cansados de luchar.
— No tengas miedo —susurró Leo.
Se arrodilló y empezó a desatar las cuerdas con cuidado.
La sal quemaba sus manos, los dedos se entumecían, pero el niño no se detenía.
La tortuga apenas se movía, pero parecía entender que él la ayudaba.
Pasó casi media hora.
Finalmente la red cedió.
Leo quitó el último nudo y notó una pequeña placa metálica en el caparazón con la inscripción:
«N.º1273 — Instituto Marino, Barbados».
— Así que de ahí vienes —sonrió—. De muy lejos…
La tortuga se arrastró lentamente hacia el agua.
Leo caminó a su lado hasta que una ola cubrió su caparazón.
Se detuvo un momento, como si diera las gracias, y desapareció bajo el agua.
El chico se quedó de pie hasta que el mar volvió a calmarse.
No sabía si volvería a verla.
Pero, por alguna razón, por primera vez en mucho tiempo, respiraba con ligereza.
Pasaron varios meses.
Una tarde, su madre lo llamó a la cocina:
— Leo, hay una carta para ti. De… Barbados.
Abrió el sobre con cuidado.
Dentro había una carta:
«Querido Leo:
Gracias a ti, la tortuga marina n.º1273 regresó al océano.
La hemos llamado “Esperanza”.
Gracias por salvar una vida, incluso sin saber a quién».
Junto a la carta venía una foto:
en el agua azul y cristalina nadaba aquella misma tortuga, con un suave reflejo del sol sobre su caparazón.
Leo miró la foto durante mucho tiempo y sonrió.
A veces, para cambiar el mundo, no hace falta ser adulto.
Solo basta con no pasar de largo.