Ocurrió en agosto, durante unas vacaciones normales y corrientes. La familia Larina estaba de vacaciones en el mar Negro: la madre, el padre y su hijo de diez años, Artem. A él le encantaba el agua, nadaba durante horas y sus padres solo le llamaban de vez en cuando:
—¡Tema, no te alejes mucho!
Él siempre les hacía un gesto con la mano: «¡Estoy aquí, mamá!».
Pero ese día el mar cambió de repente.
El cielo se oscureció, el viento se levantó y las olas se hicieron más altas que una persona. La gente salió corriendo de la playa, algunos gritaban, otros llamaban a sus hijos. La madre vio cómo Artem levantaba la mano y cómo la ola se lo llevaba.
Todos corrieron, pero era demasiado tarde. No lo encontraron ni ese día ni al siguiente.
El mar permanecía en silencio.
Pasó una semana.
La playa estaba desierta, la familia estaba sentada en la orilla. La madre miraba al agua, apretando en su mano un colgante: un ancla de plata en una cadena fina. Artem tenía uno igual. Los compraron por parejas: «Para estar siempre juntos, aunque estemos lejos».
«No pudo…», susurró ella. «No pudo desaparecer así…».
El padre estaba a su lado, en silencio. Sin lágrimas, sin palabras, solo cansancio.
De repente, en el horizonte se vio la espalda de un delfín. Luego, otra más.
Los delfines no eran raros por allí, pero este nadaba de forma extraña, directamente hacia ellos, hacia la orilla.
El niño de la tumbona de al lado gritó:
—¡Mirad! ¡Lleva algo!
Todos se acercaron. El delfín realmente se acercó casi a la orilla. Algo brillaba en su boca.
Se detuvo en la orilla, sacudió la cabeza y un colgante cayó al agua.
La madre se lanzó al agua.
Era el colgante de Artem.
Tenía arañazos de la arena y el cordón estaba roto.
La mujer se echó a llorar.
El delfín no se alejó. Nadaba cerca, como si estuviera esperando. Luego se acercó silenciosamente, tocó su mano con el hocico y desapareció bajo las olas.
Al día siguiente, los rescatistas encontraron al niño.
Vivo.
A dos kilómetros de la playa, cerca del viejo muelle de pescadores.
Estaba débil, quemado por el sol, pero vivo. Y contó que «los delfines lo empujaron hacia la orilla».
«No dejaron que me ahogara, mamá», dijo mientras estaba en el hospital. «Uno llevaba un colgante para que supieras que estaba vivo…».
Desde entonces, la familia vuelve cada año al mismo lugar.
Mamá sale al mar con dos colgantes: el suyo y el de Artem. Y cada vez que el agua salpica en el horizonte, ella sonríe:
«Hola, amigo mío. Gracias».
A veces los milagros no vienen del cielo, sino de las profundidades.
Cuando el corazón llama, incluso el mar escucha.
