Todo comenzó cuando Lena perdió su anillo.
No era solo una joya, era su anillo de bodas.
Fino, con una ligera curva, el mismo que su esposo le había regalado hace veinte años.
Se lo quitó para lavar los platos, lo dejó en el alféizar de la ventana… y unos minutos después, había desaparecido.
Revisó toda la cocina, el desagüe, incluso sacó la basura.
Nada.
El anillo parecía haberse desvanecido.
— Bueno — suspiró — tal vez sea para mejor. De todos modos, era viejo.
Pero su voz temblaba de tristeza.
El anillo no era solo oro, era un recuerdo del hombre que ya no estaba a su lado.
Pasaron tres días.
Al amanecer, Lena escuchó un golpecito en la ventana.
Levantó la vista: en el alféizar estaba posada una arrendajo — la misma que siempre venía por nueces.
El ave golpeaba el vidrio con el pico, como si la llamara.
Lena se acercó, sonrió y abrió la ventana:
— ¿Otra vez viniste a desayunar?
El arrendajo batió las alas y voló.
Pero un minuto después regresó… con algo brillante en el pico.
Lo dejó en el alféizar, inclinó la cabeza y se fue volando.
Lena se quedó inmóvil.
Sobre el blanco alféizar yacía el anillo.
El mismo.
Húmedo, un poco deslustrado, pero entero.
No entendía cómo era posible.
Tal vez el anillo cayó al jardín, tal vez el ave jugó con él.
Pero, de un modo u otro, había vuelto.
Lena se sentó junto a la ventana y observó cómo el sol se reflejaba en el metal.
Luego se lo puso y dijo en voz baja:
— Gracias, pequeña.
Desde entonces, el arrendajo venía todos los días.
A veces con una nuez, a veces con una ramita.
Y Lena siempre le dejaba algo rico y decía:
— ¿Qué tal, guardiana, todo en su lugar?
Y cada vez que miraba el brillo del anillo en su mano,
recordaba que algunas cosas regresan — incluso cuando parecen perdidas para siempre.
