El mar aquel día estaba gris y furioso.
Las olas retumbaban como tambores, el viento arrastraba arena por la playa vacía.
João Pereira, un viejo pescador de un pequeño pueblo brasileño, regresaba a casa después de una mala jornada de pesca.
Y de pronto vio entre las algas un pequeño cuerpo blanco y negro.
Se acercó — era un pingüino.
Muy pequeño, delgado, cubierto de petróleo.
Vivo, pero apenas respiraba.
João lo tomó en sus brazos.
— Eh, pequeño, no te rindas —susurró—. Te ayudaré.
En casa lo lavó con agua tibia, limpió sus plumas y le dio un poco de pescado.
Lo llamó Dindim —“pequeño testarudo”.
Al principio el pingüino tenía miedo, pero luego empezó a seguirlo por el patio, como un cachorro.
Vivieron juntos casi un año.
Hasta que Dindim se volvió fuerte, brillante y sano otra vez.
Una mañana João se despertó — y su amigo había desaparecido.
El mar estaba tranquilo, y en la arena solo quedaban huellas pequeñas.
Entendió: el pingüino había regresado a casa.
Pasaron meses.
João lo extrañaba, pero sabía que así debía ser.
A menudo iba a la orilla solo para mirar el horizonte.
Y entonces, en junio, escuchó de nuevo aquel sonido — el suave chapoteo de las aletas sobre el agua.
No podía creerlo: hacia él nadaba el mismo pingüino.
Directo a la orilla, directo a él.
Dindim salió del agua, se acercó al anciano y rozó su mano con el pico.
João rió y lloró al mismo tiempo.
Desde entonces, aquello se repetía cada año.
Cada primavera, el pingüino nadaba desde lejos —desde las frías aguas de la Patagonia— y pasaba unas semanas con él.
Luego volvía a desaparecer.
Los aldeanos se reían:
— ¡Te recuerda!
Y João solo asentía:
— No. Solo sabe dónde vive la bondad.
Y cuando el mar volvía a quedarse en silencio, los dos —el anciano y el pingüino— miraban el horizonte.
Dos amigos unidos por una sola ola del destino.