El llanto en el maletero: la veterinaria no podía creer lo que veía

Anna había trabajado como veterinaria durante más de diez años. En ese tiempo había visto de todo: perros, gatos, zorros, incluso un mapache que habían traído del circo. Pero el día que ocurrió a finales de agosto, lo recordaría para siempre.

Era una tarde calurosa. La clínica estaba a punto de cerrar cuando Anna oyó un sonido extraño desde el estacionamiento. Al principio pensó que era un gato maullando debajo de un coche. Pero no, el sonido era distinto — no del todo felino. Era agudo, ronco, como si alguien se estuviera asfixiando y pidiera ayuda.

Anna salió al patio. Los coches estaban alineados, y solo de uno —una vieja furgoneta con los cristales tintados— provenía aquel llanto.

Se acercó. El corazón le latía con fuerza.
— ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? — gritó.

La respuesta fue un sollozo débil, casi humano.

Tiró de la manija —el maletero estaba cerrado. Dio la vuelta al vehículo y miró por la ventana… y retrocedió. En el suelo, envuelto en una toalla húmeda, algo se movía.

Marcó el 102 de inmediato:
— Habla la veterinaria Anna. Hay un coche estacionado frente a la clínica. Dentro parece haber… un ser vivo.

Minutos después llegó la policía. Cuando abrieron el maletero, todos se quedaron paralizados.

Allí yacía una cría de delfín —pequeña, gris azulada, con la piel seca y la respiración apenas perceptible.
Alrededor había botellas de plástico con agua, trapos, cuerdas y una red extraña.

— Dios mío… — susurró Anna. — ¡Es un delfín bebé!

Los policías se miraron entre sí.
Más tarde se supo: los cazadores furtivos intentaban venderlo en el mercado negro, para un “delfinario” privado. La madre del delfín, según testigos, había estado nadando cerca de la costa durante mucho tiempo, mientras la lancha se alejaba.

Anna no podía mirarlo sin llorar. El pequeño emitía chillidos débiles, como si la llamara, sin entender dónde estaba.
Esa noche, la clínica veterinaria se transformó en un hospital improvisado.

Anna y sus colegas llenaron una bañera con agua salada tibia, controlando la temperatura. El bebé casi no se movía. Pero cuando Anna le acarició la espalda, emitió un silbido corto —como si respondiera.

— Aguanta, pequeño —susurró ella—. Todo estará bien.

Al día siguiente, los voluntarios del centro marino llegaron con equipos y un contenedor refrigerado.
Antes de llevárselo, Anna se inclinó sobre él una vez más.
El delfín levantó la cabeza y… soltó un pequeño chirrido, como un grito de agradecimiento.

— ¿Lo oíste? —dijo uno de los rescatistas sorprendido—. Parecía que decía “gracias”.

Anna sonrió.
— Yo también lo pensé.

Pasaron varios meses.
Un día de otoño, Anna recibió una carta del centro marino.
Dentro había una foto: el mismo delfín, ahora sano, jugando en una laguna con otros.
Y una nota:

“Está nadando junto a su madre. Lo llamamos Anik, en tu honor.”

Anna se quedó mirando la carta, con lágrimas en los ojos.
Miró por la ventana hacia el cielo gris, sonrió y murmuró:
— Gracias, pequeño. Ahora tus lágrimas son solo de alegría.

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